«Es el agua más pura», decía el conductor del autobús mágico. Su entusiasmo se quedaba impregnado en los cristales, llenando el vehículo de luces de colores.
Así me sentía yo, como un rayo atravesando una ola 3 segundos antes de romperse contra un acantilado. Como si la destrucción fuera el inicio del proceso. Como si las montañas se derritiesen para hacernos un favor. Y tenía razón, el bendito conductor… Fueron los mejores sorbos de mi vida, de los que mejor recuerdo tengo, los que más adoré: porque acababan de romperse para recomponerse en mí.